jueves, 12 de junio de 2008

Cinco fragmentos

Al describir la debilidad de un personaje era inevitable exponer la suya propia; el lector no podía no conjeturar que estaba describiéndose a sí misma. ¿Qué otra autoridad podía tener ella? Sólo cuando un relato estaba terminado, todos los destinos resueltos y toda la trama cerrada de cabo a rabo, de suerte que se asemejaba, al menos en este aspecto, a todos los demás relatos acabados que había en el mundo, podía sentirse inmune y en condiciones de agujerear los márgenes, atar los capítulos con un bramante, pintar o dibujar la cubierta e ir a enseñar la obra concluida a su madre o a su padre, cuando estaba en casa.
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Un relato era simple y directo, no permitía que nada se interpusiese entre ella y el lector: no había intermediarios, con sus ambiciones privadas o su incompetencia, no había presiones de tiempo ni recursos limitados. En un relato sólo había que desear, bastaba con escribirlo y tenías el mundo; en una obra de teatro debías apañártelas con lo disponible: no había caballos, ni calles de un pueblo, ni costa. No había telón. Parecía evidentísimo ahora que era demasiado tarde: un relato era una forma de telepatía. Mediante el proceso de trazar símbolos de tinta en una página, enviaba ideas y sentimientos desde su mente a la del lector. Era un proceso mágico, tan ordinario que nadie se detenía a pensarlo. Leer una frase y entenderla era lo mismo; como en el caso de doblar un dedo, nada mediaba entre las dos cosas. No había una pausa durante la cual los símbolos se desenredaban. Veías la palabra castillo y allí estaba, a lo lejos, con bosques que se extienden ante él en pleno verano, con el aire azulado y suave del humo que asciende de la forja de un herrero y un camino empedrado que serpentea hacia la verde sombra…
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Podía escribir la historia tres veces seguidas, desde tres puntos de vista; lo que la emocionaba era la perspectiva de libertad, de verse exonerada de la lucha engorrosa entre el bien y el mal, los héroes y los villanos. Ninguna de las tres versiones era mala ni tampoco especialmente buena. No necesitaba enjuiciar. No tenía que haber una moraleja. Solo había que mostrar mentes separadas, tan vivas como la suya, luchando contra la idea de que otras mentes estaban igualmente vivas. No era solo la maldad y las intrigas las que hacían infeliz a la gente, sino la confusión y la incomprensión; ante todo, era la incapacidad de comprender la sencilla verdad de que las demás personas son tan reales como uno. Y sólo en un relato se podía penetrar en esas mentes distintas y mostrar que valían lo mismo. Era la única enseñanza que debía haber en una historia.
Seis decenios más tarde contaría que a la edad de trece años había recorrido en sus escritos una historia completa de la literatura, empezando con relatos derivados de la tradición europea de los cuentos populares y siguiendo por el teatro de simple intención moral, hasta llegar a un realismo psicológico imparcial que había descubierto por sí misma una mañana especial, durante la ola de calor de 1935.
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Creía saber describir bastante bien las acciones, y poseía el tranquillo del diálogo. Podía hablar de los bosques en invierno, y del siniestro muro de un castillo. ¿Pero cómo hablar de sentimientos? Estaba muy bien escribir Se sintió triste, o describir lo que hacía una persona triste, pero ¿cómo se describía la tristeza misma, cómo se pintaba de tal manera que se sintiese su cercanía enervante?
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La era de las respuestas claras había acabado. Al igual que la época de los personajes y las tramas. A pesar de sus bosquejos del diario, ya no creía realmente en los personajes. Eran recursos singulares que pertenecían al siglo XIX. El concepto mismo de personaje se basaba en errores que la psicología moderna había dejado al descubierto. Las tramas eran asimismo una maquinaría herrumbrosa cuyas ruedas ya no giraban. Un novelista moderno no podía crear personajes y tramas del mismo modo que un compositor moderno tampoco podía componer una sinfonía de Mozart. Lo que a ella le interesaba era el pensamiento, la percepción, las sensaciones, la mente consciente como un río a través del tiempo, y el modo de representar el flujo de su avance, así como todos los afluentes que lo engrosaban y los obstáculos que podían desviarlo. Ojalá lograse reproducir la luz clara de una mañana de verano, las sensaciones de un niño delante de una ventana, la curva y el descenso del vuelo de una golondrina sobre una charca. La novela del futuro sería distinta a todo lo que se había escrito en el pasado. Había leído tres veces Las olas, de Virginia Woolf, y pensaba que se estaba operando una gran transformación en la propia naturaleza, y que sólo la ficción, una nueva clase de ficción, podía capturar la esencia del cambio. Penetrar en una mente y mostrarla en acción, o siendo accionada, y hacerlo con un designio simétrico, constituía un triunfo artístico.
Ian McEwan
Expiación

3 comentarios:

carmen moreno dijo...

No he podido leer el post. Pero quería entrar para decirte que aquí seguimos, que no hay distancia. A sus pies.

NáN dijo...

A diferencia de la Prima, sí he tenido tiempo, en esta gloriosa mañana de sábdo, de leerme despacio los cinco fragmentos. ¡Espléndidos! Y hasta me he propuesto volver dos veces más para tenerlos leídos tres veces. Como ella hizo con la obra de Wolf.

Además, no me quedará más remedio que leerme el libro (y eso que abandonó al autor con Amsterdam, que me decepcionó).

Pero estos fragmentos transmiten una emoción y un conocimiento literarios que tenían que causarme impacto.

Gracias por traerlos, Nunuaria.

nunuaria dijo...

Carmen, sí, es un post muy largo, pero me entusiasmé y empecé a poner citas y citas.
:)
Es agradable verte por aquí.
Besos.

nán, me alegra que te hayan gustado estos apuntes que dejé.
Con Amsterdam no pude, lo dejé sin acabar.
Respecto a Expiación, lo leí por recomendación de una amiga, así que volví a McEwan. Yo no diría que es un "gran libro", pero estas reflexiones que hace Briony me parecieron magníficas.
Besos.