Me invitó a una partida de ajedrez
y le dije: lo siento,
son las reglas del juego,
no podemos ser tres.
Algunas tardes vuelvo al Ateneo
y la saludo
cortés, pero distante.
Ella prosigue el juego,
rara vez no son dos sus contrincantes.
Observo el desenlace, fumo, callo,
y cuando con sus ojos persigue mi mirada
creo leer en ellos un cierto desamparo,
pero jamás le indico la jugada.
Sospecho que me cree indiferente,
se equivoca,
a veces hago pactos con su suerte,
pero sé que no puedo acompañarla.
Cuestión de educación,
seguramente.
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