viernes, 21 de septiembre de 2007

Otoño



Doy las gracias a Vincent Boas por este vídeo mientras silbo la canción de Delerm.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Función de la poesía

Creo que transfundir la emoción -no transmitir ideas sino implantar en la percepción del lector una vibración que corresponda a lo que experimentó el escritor- es la peculiar función de la poesía.
A.E. Housman

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Círculos en acíbar

De novela implacable, cerebral y ajena a cualquier tipo de concesión cabe calificar a Círculos en acíbar, tercera novela de Flavia Company (Querida Nélida, 1988, y Fuga y contrapuntos, 1989), en la que narra la que, en principio, debe ser la última jornada de su protagonista: un hombre que ha decidido suicidarse fríamente. Aficionado a aplicar a su vida y a sus relaciones los métodos científicos aprendidos a través de la lectura de enciclopedias, el protagonista de Círculos en acíbar aparece a ojos del lector como un pariente no muy lejano de aquel memorable hombre sin atributos musiliano llamado Ulrich.
Burlona, irónica y mordaz, Flavia Company condensa en su novela, más bien breve, la desesperanza y el sarcasmo encarnados en el fracaso de un hombre que no ha logrado controlar su vida ni logrará controlar su muerte.
Con estas palabras acogía Ana María Moix la publicación de Círculos en acíbar.

Disfrutad su lectura y su relectura porque, como dice Ana María, es breve, sabe a poco y el lector volverá, como yo, a esos fragmentos en los que el protagonista establece unos juegos semánticos tan sorprendentes y reveladores que es inevitable volver a ellos.
Así comienza:

Rodrigo estaba sentado ante su escritorio de caoba. Entrecerraba los ojos -pues el sol que provenía de los amplios ventanales que tenía frente a él lo deslumbraba- mientras dibujaba círculos. Trazó un círculo e inmediatamente pensó en Ana. Trazó otro círculo y pensó en Ana también. Tan sólo al dibujar el tercero se dio cuenta de que lo hacía pensando en Ana. El círculo era la forma más parecida a lo que Ana suponía para él. Por esa razón se la evocaba. Pensó que gracias a esa idea podría haber escrito algo titulado Capricho geométrico, o Sintaxis de un amor circular o, incluso, La esencia trigonométrica de las relaciones humanas. Pero no estaba de humor. Aunque hubiera escrito durante horas sobre aquel tema cualquier texto titulado de aquella manera, jamás habría logrado expresar lo que Ana y sus círculos tenían en común. O, de haberlo conseguido, nunca nadie habría podido sacar nada en claro, pues muy difícilmente alguien fuera capaz de comprender sus ideas respecto a tales conexiones.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Movistar e Ikea



¡Y qué clarito lo tiene ella!
¡Y cómo me río con este spot!

sábado, 1 de septiembre de 2007

Carson McCullers

LA SOLEDAD Y EL AMOR EN LA OBRA Y EN LA VIDA DE CARSON McCULLERS

“Durante años estuvo sentándose todas las noches en los escalones de delante, sola y en silencio, mirando hacia el camino y esperando. Pero el jorobado nunca volvió… Al cabo de cuatro años, miss Amelia se trajo un carpintero de Cheehaw y le hizo atrancar la casa, y desde entonces ha permanecido allí en aquellas habitaciones cerradas.”

La fachada del caserón tenía un aspecto extraño y ruinoso. La casa era muy vieja y el porche delantero, parte de la fachada, estaba a medio pintar. Allí dentro debió morir miss Amelia, alejada de la gente, sin querer recibir a nadie, como ocurrió con Carson McCullers. Posiblemente, la protagonista de La balada del café triste, como la escritora del libro, debió morir en un día de otoño, luminoso y tristón. Los árboles mostrarían colores anaranjados y espléndidos, y las hojas, débiles los peciolos, se irían desprendiendo suavemente, cayendo lentas, pues los vientos eran calmos, se podía decir que inexistentes. En la colina de enfrente, el pequeño gallo de hierro que colocó el herrero sobre la veleta ni siquiera se movía.

Pero Carson McCullers no alcanzaría, como miss Amelia, la pequeña felicidad de ver transformarse la naturaleza, cambiar el equinoccio en solsticio. En los edificios de las grandes ciudades apenas pueden verse desde las ventanas otra cosa que los edificios de enfrente, y abajo, en las calles, por donde trotan, por la derecha y por la izquierda, automóviles, como corazas modernas e impersonales, donde se esconden las gentes. Y la novelista pasa sus últimos años en uno de esos bloques donde los vecinos son anónimos y las paredes hacen botar los ruidos para fabricar el silencio. “El depósito” es el nombre que recibe aquella casa en Nyack, estado de Nueva York. Pierre Dommergues añade, al final de su libro Les USA à la recherche de leur identité, una escueta ficha de identidad de la escritora: “Sola, enferma, no recibe a nadie”.

Carson McCullers se nos transforma, a medida que se acerca a la muerte, en uno de sus propios personajes: su marido, un militar, se suicida en 1953; ella, paralítica últimamente, se encierra y rechaza las visitas, los contactos humanos. Es como si se colocara al final de la fila, detrás de Malone, el farmacéutico enfermo de leucemia, o el gordo juez Clane, tan desterrada como ellos, tan decepcionada como los demás personajes de la escritora: miss Amelia Evans, Frankie, Singer, Biff Brannon, el negro doctor Copeland… La hilera de solitarios creados por ella.

Porque el eje de la obra de la autora americana es la soledad como condena vital. Sus criaturas se debaten esforzándose por romper ese muro férreo que los separa de los demás. Quieren amar, volcarse en otro ser, huir de la desolación sin oído, sin voz, sin dedos de su propia y desvalida intimidad. Quieren comunicarse, de una manera total, con otro ser. Enamorarse. Y el amor brota en los hombres y las mujeres de la obra de la novelista como una planta carnívora y ciega: devorando todo su mundo anterior, todo su contorno, para dejarlos, indefensos y deslumbrados, ante un ser como los demás, pero que ellos imaginan maravilloso y mágico: el amado.

Este fervor pasional recae siempre en un individuo grotesco, brutal, tarado. Los defectos físicos de estos personajes parecen simbolizar la imbecilidad afectiva, la innata incapacidad para devolver el amor que se les da: el primo Lymon, enano, jorobado y mentiroso, es el sujeto sobre el que se desencadena el intenso amor lentamente acumulado en el corazón de miss Amelia Evans. Pero el enano huye, despojándola y burlándose de ella. La destruye.

El sordomudo Singer vive absolutamente feliz en compañía de otro sordomudo, Spiros Antoneapulos, un griego infradotado, obeso y ladrón, que tiene una vena violenta y demente: “Había en el pueblo dos mudos que estaban siempre juntos. Todas las mañanas, temprano, salían de la casa en que vivían y caminaban calle abajo, tomados del brazo, hacia sus tareas…” Cuando Antoneapulos muere en un manicomio, Singer no puede soportar el vacío y se dispara un tiro en la sien.

Berenice, la cocinera negra en Frankie y la boda, tiene un ojo de cristal de color azul que “destaca fijo y tremendo sobre su cara tranquila”. Berenice un día lejano conoció el amor. Pero su marido, llamado Ludie Maxwell Freenan, murió un jueves del mes de noviembre. Desde entonces, la cocinera busca a ciegas algo para reemplazar a aquel hombre que la había hecho más dichosa “que ninguna mujer humana de todo el mundo”. Y así van rodando, a lo largo de la obra de la novelista americana, todos sus personajes, grotescos, infelices, grasientos y solitarios, en un universo ambiguo y absolutamente poético.

Y en su capacidad poética, en el relieve del detalle, en la mágica facultad para recrear en su prosa sus mundos interiores tan llenos de encanto e interés, es donde reside la singularidad narrativa de Carson McCullers. “Con ella -dice Pierre Dommergues- desaparece una época, la de los años cuarenta, en la cual la joven novela americana se desenvuelve siguiendo las huellas de William Faulkner. Tenesse William, Truman Capote, y, sobre todo, Carson McCullers, perseveran en esta moda sentimental, narcisista o francamente trágica de la gran tradición del Sur.”

Es su pueblo sureño, el perfumado Columbus, de Georgia, el que ha inspirado a la escritora sus mejores novelas. Quizá en su piso de Nyack, aquel último otoño de su vida, recreó nostálgica el aroma de los eucaliptos, recién florecidos, el acre color de las flores silvestres que crecían junto a los caminos, la visión de las altas cañas de azúcar que habían madurado y esperaban la hoz, o la segadora mecánica, flexibles y rojizas. Mientras escuchaba, o creía escuchar, el canto de un negro, entonando la música sensual y vibrante de un blues.
Concha Alós