En el barrio bajo de otra ciudad, al que Equis le gustaba visitar porque estaba lleno de farolillos chinos y de guirnaldas de colores, para atraer a los marineros de los barcos holandeses y filipinos que estacionaban allí, Equis conoció una vez a un hombre gordo y bonachón, con el labio inferior partido a raíz de una bala, que se había enamorado de una muchacha muy joven, soltera y madre de una niña negra.
El hombre era dueño de un pequeño bar que atendía él mismo, cuyas paredes estaban llenas de fotografías de caballos y de jockeys de otros tiempos, pues de joven había tenido gran afición por las carreras de caballos.
Antes de enamorarse, a las doce de la noche invitaba a irse a los últimos parroquianos, pero desde que la mujer entró, una tarde, al bar (se había sentado frente a una de las mesas redondas, de pie de hierro y superficie de mármol que estaba cerca de la ventana) y mirando a la pequeña, primero, de tersa piel oscura, y luego a él, que asombrado y diligente se acercó a servirla, pidió una Coca-Cola con dos vasos, por favor, el bar no cerraba: lo dejaba abierto toda la noche con la esperanza de que ella y la pequeña, cansadas y somnolientas, volvieran a aparecer.
(De todos modos, decía, tengo insomnio, y si ellas regresan, no me gustaría que encontraran el bar cerrado. No hay nada peor que una ciudad nocturna, llena de carteles luminosos brillando en el aire hostil de las casas y los bares cerrados.)
La mujer había vuelto, efectivamente, un par de veces, siempre acompañada por su hija negra, y él le había regalado bombones de fresa, una medalla de oro que llevaba desde niño colgada al cuello, todas las monedas antiguas que coleccionaba en una lata de café vacía, y un libro de cuentos. A la mujer no le regaló nada, porque temía ofenderla, pero conversaron sobre temas generales. (Así definió el hombre gordo la conversación y Equis creyó oportuno preguntarle, sin énfasis, en qué consistían los temas generales. El hombre gordo lo miró sin suspicacia y le contestó: la soledad, la vida, la muerte, el precio del aceite y de la gasolina, los colegios de enseñanza primaria y las enfermedades de los niños.)
Cuando Equis regresó a la ciudad, buscó el bar y lo encontró. Se sintió reconfortado: le hacía daño volver a una ciudad y descubrir que en su ausencia muchas cosas se habían modificado. Lo experimentaba como una oscura traición, como un agravio. Pero el bar seguía allí, en el mismo lugar, abierto todo el día (hay insomnios que no se curan) y el hombre gordo continuaba atendiendo a los clientes con cordialidad, pero a cierta distancia.
Lo reconoció, y Equis esperó un poco, antes de preguntarle por la mujer y por la niña. El dueño del bar carraspeó (dijo que había contraído un leve resfrío la noche anterior, que pasó en vela, detrás del mostrador, haciendo cuentas y limpiando botellas) y luego le contó que la muchacha venía, de vez en cuando, se sentaba frente a la mesa de siempre, pedía una Coca-Cola y dos vasos, se quedaba un rato y conversaban de temas generales. En la historia no había ningún progreso, pero el hombre y Equis coincidieron en que la esencia de algunas historias es precisamente ésa: no modificarse, permanecer, como reductos estables, como faros, como ciudadelas, frente al irresistible deterioro del tiempo.
Cristina Peri Rossi