jueves, 1 de mayo de 2008

Tati

Le llamaban así porque no paraba y su hermana pequeña transformó el “estate quieto” que repetía continuamente su madre en “tatiquieto”.
Asistía a pocas clases, pero las mías no se las perdía porque le gustaban las historias. Y, por aquel entonces, yo dedicaba unos minutos al final de cada clase a explicar brevemente la trama de algún libro y justo cortaba en el momento en que se volvía más interesante.
A veces me alcanzaba en los pasillos y con aquellos ojos negros e inmensos me acorralaba “¿Cómo acaba, señu?” Y yo cedía.
Le gustaba especialmente aquella leyenda de Bécquer en la que el brazo de una estatua despedaza la cabeza de un oficial francés que importuna a una dama. Así que se la conté más de una vez.

No sé qué debió hacer, pero la goma de butano con la que su padre le marcó la espalda nada tenía que ver ni con sus calificaciones ni con los avisos que desde el Centro enviábamos a sus padres. En el barrio la escuela y lo que se hacía en ella importaban poco.
No denuncié. Cité a su padre en tono amenazante. No vino. Telefoneé varias veces en tono más amenazante aún, pero sólo encontraba la voz asustadiza de una mujer que a todo me decía que sí.
A partir de entonces, cuando tenía guardia de patio y lo miraba jugar a fútbol, Tati se levantaba la camiseta y me gritaba “¡Mira, señu, mira!”.
No había marcas. Y yo me sentía feliz, muy feliz.

Hace unas semanas fui a realizar unas gestiones a una ONG y allí estaba Tati, ¡DE MONITOR!, le di dos besos y él me resumió, mejor de lo que yo hubiera contado cualquier historia, lo que había hecho en aquellos años.
Cuando me marchaba me gritó “¿Cómo acaba, señu?” Me giré, nuestras sonrisas se cruzaron y pensé que si Tati estaba allí, fuera del barrio, mis compañeros y yo no lo habíamos hecho tan mal en aquella escuela.

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